Desde la Patagonia chilena, cargada con el lastre ambiental de su propia industria salmonera, se observa con profunda preocupación e indignación la reciente decisión de la Legislatura de Tierra del Fuego.
La modificación de la ley que prohibía la salmonicultura en el canal Beagle es interpretada como la importación voluntaria de un modelo de desastre que ellos conocen demasiado bien.
La campaña Áreas Protegidas sin Salmoneras calificó el hecho como un “retroceso histórico”, ironizando sobre una supuesta “modernización” que en verdad despide la prohibición absoluta para dar la bienvenida a un ambiguo concepto de “acuicultura sustentable”.
Este giro, atribuido al gobierno de Javier Milei y al gobernador Gustavo Melella, es visto como “la motosierra ambiental por fin llegando al fin del mundo”, una entrega a corporaciones que prioriza una inversión extranjera de dudoso beneficio local sobre la integridad del ecosistema patagónico.
La repercusión en Chile se nutre de la experiencia propia y de la solidaridad trasandina. Organizaciones como Defendamos Patagonia denuncian un “grave retroceso ambiental” que “prioriza intereses económicos extranjeros sobre el medio ambiente y la voluntad popular”, traicionando el consenso ciudadano logrado en 2021.Las críticas son concretas y surgen de la amarga práctica: alertan sobre “jaulas gigantes” con salmones “dopados con antibióticos”, “fondos marinos convertidos en cloacas” y escapes masivos que devorarían la biodiversidad nativa.
Se sabe, en el sur de Chile, que este modelo genera a cambio empleos precarios y daños irreversibles, afectando además a actividades sostenibles como el turismo y la pesca artesanal. Por eso, el apoyo a la comunidad fueguina es visceral: “Lamentamos la decisión y apoyamos con toda el alma y corazón a comunidad y organizaciones que defienden el mar y Patagonia en país vecino” definen.